Se aproximan los primeros días de Noviembre. Recuerdos de mi infancia me evocan imágenes de cómo los mayores rendían culto a los familiares muertos. El cementerio engalanado con flores y velas se manifestaba calmado y bello para recibir el transito de los visitantes, adultos para rezar y niños a curiosear. Historias inéditas, relatos macabros de huesos y calaveras nos zambullían en noches en vela. Ahora, en la distancia de aquel recuerdo, me encuentro inmersa en una sociedad más laica, que no se muy bien cómo rinde culto a sus muertos.
La muerte como la vida es inherente al ser humano, independientemente de las creencias religiosas o culturales, estos hechos nos unifican a todos los seres. Universalmente existe una gran riqueza cultural producida por la diversidad de manifestaciones y rituales en torno a la muerte.
Considero que, apostar por un festejo globalizador centrado en la venta de productos para dar miedo, es reducir a la nada las tradiciones. Prefiero imaginar las flores y las velas en nuestros cementerios o a la catrina mexicana acompañada por Frida y el niño Diego. Tradiciones ancestrales, religiosas, paganas o mezcla de ambas pueden canalizar la idea de la mortalidad, que hemos relegado hasta hacerla invisible.
«Lloro porque recuerdo a mi abuelo muerto» decía una alumna que gemía desconsolada en el recreo. El sentimiento se apoderó del grupo de amigas que, como un coro de plañideras, en su llanto la acompañaban.
La luz de las velas ilumina el camino a vivos y a muertos. El temor y la incertidumbre de los niños no deben ser ignorados sino canalizados a través de las relaciones familiares.
Hemos trabajado con arcilla negra y decorado con cristal de colores y un baño de esmalte transparente, para facilitar su fundido.
Ana Martín
Un trabajo muy minucioso y lleno de pasión. Gracias.
Gracias Juanjo
Ana